Hoy entrevistamos a Luis Botella, doctor en Psicología, profesor titular de la Facultad de Psicología, Ciencias de la Educación y el Deporte (FPCEE) Blanquerna de la Universidad Ramon Llull (Barcelona), psicólogo especialista en Psicología Clínica y en Psicoterapia y miembro de diversas asociaciones nacionales e internacionales de psicoterapia integradora, cognitiva, constructivista y narrativa, así como de terapia basada en mindfulness. Luis Botella es también coordinador y profesor de diversos másteres universitarios en psicoterapia nacionales e internacionales, autor o coautor de más de 200 trabajos científicos sobre psicoterapia y miembro (Faculty Mentor) del Portland Institute for Loss and Transition.
En primer lugar, ¿cómo definiría el duelo a nivel psicológico?
El duelo se define como la respuesta a una pérdida. La pérdida no es siempre ni exclusivamente una muerte, si bien esta suele ser uno de los acontecimientos vitales que mayor intensidad de duelo provoca, justamente por su inevitabilidad e irreversibilidad y por la invalidación que genera. La respuesta no tiene tampoco por qué ser siempre ni exclusivamente psicológica, y puede ser física, social o espiritual. En este sentido, el duelo desde un punto de vista psicológico se refiere a las respuestas, o quizás, mejor dicho, a las formas de buscar significado a la experiencia de la pérdida que se manifiesten en las dimensiones emocionales, conductuales, cognitivas y relacionales. Por cierto, que estas dimensiones no están separadas entre sí, sino que forman parte, todas ellas interrelacionadas, de esas formas de buscar significado y sentido; un significado y sentido que la pérdida ha hecho tambalearse.
Puesto que la existencia humana está jalonada por pérdidas, ¿puede trazarse un límite entre el duelo normal y el patológico?
Sí, igual que por ejemplo el miedo o la tristeza son experiencias consustanciales a la vida humana, y sin embargo hay una diferencia entre miedo o tristeza normales y miedo o tristeza patológicos (fobia o depresión en este caso). Por lo que respecta al duelo, el límite entre los procesos saludables y normales de adaptación a la pérdida y los disfuncionales reside sobre todo en hasta qué punto queda dificultado o imposibilitado el funcionamiento psicosocial sano. Por ejemplo, el duelo patológico (también denominado duelo complicado o prolongado) conlleva síntomas de añoranza y búsqueda del fallecido, soledad excesiva, pensamientos intrusivos acerca del fallecido, sentimientos de insensibilidad e incredulidad y fragmentación del sentido de seguridad, confianza y significado. Va asociado a un funcionamiento psicosocial perjudicado, trastornos del sueño, rumiaciones y a soñar constantemente con el fallecido. Todo lo anterior hace evidente que se trata de una experiencia más allá de la adaptación progresiva y saludable a una pérdida, por dolorosa que esta sea, y que incapacita seriamente el funcionamiento psicosocial adaptativo.
Durante la pandemia, las medidas preventivas de aislamiento han motivado que muchos familiares no hayan podido despedirse presencialmente de sus seres queridos. ¿Qué impacto cree que pueden tener dichas circunstancias en el trabajo de duelo?
Precisamente esos rituales de despedida son uno de los elementos que facilitan la transición entre la etapa vital con y sin el fallecido. No sólo es muy probable que faciliten un tránsito más pacífico y sereno a quien muere, lo cual ya de por sí es muy relevante, sino que está muy demostrado que fomentan la adaptación, la construcción de significado y la restauración de la narrativa vital fragmentada por la pérdida en los que le sobreviven. Muchos expertos coinciden en que, ante la imposibilidad de despedirse a la que se refiere la pregunta, nos vamos a encontrar con una cantidad sin precedentes de asuntos pendientes (como se llama en psicoterapia a los temas biográficos y existenciales relevantes que no han podido llegar a una resolución).
¿Qué cree que podría ayudar a hacer dicho proceso más llevadero?
Es difícil de decir, justamente porque las necesarias medidas de aislamiento imposibilitan prácticamente cualquier forma de contacto. Quizás uno de los pocos precedentes similares es el de morir en una acción de combate en un país extranjero: también ahí se da una forma de muerte estando aislado de la familia, aunque en muchos casos sí están presentes por ejemplo los camaradas del frente, por usar una expresión literaria. Ese tipo de situaciones hace pensar que, por ejemplo, poder hacer una llamada telefónica para despedirse, o escribir una carta, comportaría al menos algo de consuelo en medio de lo desesperante de la situación. Me temo que, al menos de momento, y mientras la gestión sanitaria de los enfermos más graves de COVID-19 no permita otra cosa, más bien vamos a tener que trabajar con las consecuencias de haber vivido este tipo de pérdidas en los supervivientes. Aunque lo estrictamente lógico sería pensar que no hay manera de despedirse de quien ya ha muerto, esto afortunadamente no es así. Hay técnicas y rituales en terapia, como por ejemplo el uso de cartas, o de conversaciones imaginadas, o de rituales propiamente dichos, como por ejemplo la creación de algún tipo de memorial, que pueden ayudar a elaborar la pérdida ex post facto. Esperemos que los avances de la medicina permitan que en un futuro próximo la mortalidad se reduzca drásticamente y aquellos que mueran puedan hacerlo en unas condiciones en las que estar acompañados por su familia y allegados no los ponga en peligro a ellos.
En situaciones como la actual, el duelo no sólo tiene una dimensión personal sino también social. ¿Cree que estamos dando espacio a ese dolor? ¿O, en el fragor de la respuesta a la pandemia, estamos pasando por alto la importancia de cuidar dichos ritos de paso y de dignificar la memoria de los muertos?
Me temo que socialmente estamos aún estupefactos por la dimensión de lo que estamos viviendo, sin saber ni siquiera cuál es el número real de fallecidos, sin poder anticipar el futuro, con una experiencia en muchos casos tangencial y como “de oídas” (menos en el caso de los profesionales de la sanidad, claro, cosa que agrava su sensación de fragmentación extrema). La tangencialidad de quienes no trabajan a diario en contacto con la pandemia es lógica porque, aunque casi todos conocemos a alguien que ha muerto, o a alguien que tiene a alguien que ha muerto, precisamente por lo que comentábamos en la pregunta anterior no sabemos detalles de cómo se produjo la muerte. Eso dificulta mucho cualquier tipo de “cierre narrativo”, todo queda como indefinido y, de nuevo, fragmentado. He visto recientemente algún intento de dedicar un día de duelo a las víctimas, y supongo que surgirán más iniciativas similares para justamente memorializarlos como colectivo. Pero el problema muy real es que esto sigue, que no es como dedicar un día o un monumento a las víctimas de una guerra acabada, o de un desastre natural pasado. De nuevo, y en este caso no en lo individual sino en lo social, nos enfrentamos a un asunto pendiente, a un tema abierto.
Durante la pandemia, los profesionales de la salud se han visto enfrentados a la muerte de diversas maneras: acompañando a moribundos, informando a las familias, asistiendo al fallecimiento de pacientes pese a los esfuerzos terapéuticos. ¿Qué impacto cree que puede tener en su vida?
Desgraciadamente, creo que muy nuclear y aún difícil de valorar en su extensión. La exposición masiva a tanta muerte, exposición además no anticipada (de nuevo, no se trata de cuerpos médicos de intervención en catástrofes o conflictos bélicos que saben lo que se van a encontrar), tendrá un impacto en todas las esferas de su vida, desde lo espiritual a lo físico, pasando por supuesto por lo psicológico. Los más resilientes se recuperarán antes y le darán a su experiencia un sentido más adaptativo y restaurador de tanta fragmentación. Los menos probablemente experimentarán todo un abanico de dificultades derivadas de semejante experiencia de invalidación masiva.
En los profesionales de la salud que hemos acompañado en este tiempo, una de las mayores dificultades ha sido el no poder ayudar a otros compañeros cuando caían enfermos por COVID. ¿Cómo se interpretaría ese conflicto en términos de proceso de duelo?
Efectivamente, y no sólo eso, sino a sus propios familiares. En general, la imposibilidad de ayudar genera un sentimiento de impotencia y culpabilidad considerable incluso en duelos más “normales”, por así decirlo. Por eso justamente se recomienda que, ante la muerte anticipada de un abuelo, por ejemplo, se permita que todos los miembros de la familia aporten lo que sientan que quieren compartir, y que no se deje a nadie de lado, respetando que alguien prefiera no participar. En el caso que plantea esta pregunta, nos encontramos con una situación insólita. El no poder hacer nada, ya de por sí invalidador y culpabilizante, ataca de pleno dos aspectos fundamentales de un profesional de la salud: (a) su vocación forjada durante años de formación y práctica por sanar, o al menos aliviar el dolor, y (b) su espíritu corporativo de compañerismo que queda gravemente afectado por el hecho de que son otros profesionales de la salud los que caen, algunos de ellos (como un ejemplo reciente que me comentaba un médico en terapia) incluso compañeros de servicio desde hace décadas y con quienes les unía una amistad familiar y mil experiencias compartidas.
¿Qué recursos personales y sociales cree que pueden ayudar a los profesionales a elaborar lo ocurrido?
Personales sin duda la capacidad de dar un sentido aceptable a esta experiencia, un significado. Se ha demostrado repetidamente que no es imprescindible que la vida esté cuajada de felicidad y alegría, pero sí debe estarlo de significado. Como decían los filósofos existencialistas, cuando uno tiene un porqué (o un para qué) aguanta muchos cómo imposibles de resistir de otra manera. Y en la construcción de ese porqué o para qué, de ese sentido y significado, es donde lo personal entroncará con lo social, sin duda. No puedo inventar un sentido para todo esto de forma completamente ajena a la sociedad en la que vivo. Es curioso porque estoy escribiendo esto a las ocho de la noche, los vecinos frente a mi ventana ya han salido al balcón a aplaudir como agradecimiento a los profesionales de la salud… y sin embargo cada vez son más los que dicen que no les aplaudan, sino que les validen. Y esa validación social tiene muchas formas: respeto a su labor, reconocimiento de su sacrificio más allá de lo profesional incluso, honestidad y veracidad de los medios de comunicación y redes sociales, condiciones laborales que minimicen que esto se repita, etc. Y supongo que a la larga aparecerá un fenómeno que todavía no se da por el “fragor de la respuesta” como se decía en una pregunta anterior: necesitarán llorar, poder explicar unos cuantos horrores, reconocer decisiones imposibles e impensables, y que ese llanto y esa descarga pueda derivar en una escucha empática, compasiva y orientada a restaurar el sentido de su propia vida, de sí mismos y de su vocación. Vamos a tener muchos sanadores heridos, como lo expresa la hermosa metáfora.
¿Cuándo sería necesario pedir ayuda especializada?
Ciertamente, cada uno conoce sus límites… o no. La American Psychological Association, por ejemplo, recomienda buscar ayuda psicoterapéutica según una serie de criterios que se refieren al grado en que el problema que nos preocupa limita nuestra capacidad de funcionamiento psicosocial. En este formulario aparecen esos criterios y se puede rellenar de forma anónima y confidencial como forma de reflexión:
https://forms.gle/u55e81VbRcbx94Bd7
Decía antes lo de que “… o no” porque desgraciadamente una respuesta frecuente ante la exposición a un exceso de sufrimiento es protegerse desvinculándose emocionalmente. Eso podría ser uno de los riesgos asociados de los profesionales de la salud en el caso de esta pandemia. Si esa autoprotección se llega a convertir en una estrategia de afrontamiento no ya en la práctica profesional sino en la vida cotidiana, entonces puede que ante un problema psicológico estemos en lo que técnicamente se denomina una etapa de precontemplación (“a mí no me pasa nada, no sé porqué os preocupáis”)o de contemplación (“vale, me pasa algo, pero no creo que valga la pena hacer nada al respecto, o simplemente no puedo”). Estas posiciones actúan como factor de mantenimiento del problema, pues nos llevan a no hacer nada para resolverlo. En casos así, escuchar sin prejuicios ni defensividad a los demás y su preocupación por nosotros no está de más.
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