La identidad de los profesionales de la salud pivota, en gran medida, sobre su profesión. Por decirlo de algún modo, es una de sus señas de reconocimiento propio y ajeno. Hasta el punto de que, en muchos casos, es lo último que abandonan cuando claudican en otras áreas vitales. En 2016, tres investigadores británicos, Jenna Richards, Sue Holttum y Neil Springham, publicaron un artículo (How Do “Mental Health Professionals” Who Are Also or Have Been “MentalHealth Service Users” Construct Their Identities) en el que analizaban los discursos de diez profesionales de la salud que habían requerido ser atendidos en servicios de salud mental, y cómo esta experiencia afectaba a la construcción de su identidad. Había diversas formas en que dicha vivencia impactaba en el concepto que tenían de sí mismos. Aun así, el común denominador era la dificultad de integrar, sin disonancias, la identidad como “profesional” y como “paciente”. Es decir, parece inconciliable ser, al mismo tiempo, un buen profesional de la salud y estar enfermo; en este caso, tener un trastorno mental.
Desde el punto de vista de la lógica interna del sujeto, ambas condiciones serían antagónicas. Y esto no es un mero asunto cognitivo, sino que un dilema de esta índole lleva parejo un malestar afectivo que acaba condicionando la actitud del sujeto con respecto a lo que le sucede, desde la petición voluntaria de ayuda a la evolución de su cuadro durante el proceso terapéutico o a sus dificultades en reconocer ante otros sus dificultades. Todo ello, a su vez, se relaciona con el estigma asociado a los trastornos mentales, mayor aún, si cabe, como hemos señalado en algún post de este blog, entre los profesionales de la salud.
Los autores no se limitan a describir dichas narrativas, sino que proponen que durante la terapia, concebida como una “experiencia emocional correctiva”, los terapeutas acompañemos a los profesionales de la salud con trastornos mentales de manera que puedan re-significar su situación de sufrimiento psíquico, ensanchando la percepción de la identidad desde la perspectiva más amplia de “persona”, pero propiciando que abandonen el papel pasivo que, inconscientemente, puede implicar el término “paciente” para afrontar lo que les ocurre, en cambio, de manera activa, como una oportunidad de crecimiento. Como lo son, por otra parte, tantas otras experiencias vitales que nos llevan a contactar con nuestra fragilidad.
Esto no sólo les ayudará como personas, sino que, además, puede contribuir a enriquecer su ejercicio profesional al hacerles tomar conciencia, en primera persona, de lo que implica presentar un trastorno mental. Trascender la disyuntiva inconciliable que hemos descrito puede contribuir a que mejoren sus capacidades empáticas (resonar con el sufrimiento) y de compasión (hacer algo con respecto al malestar del otro porque me importa). Algo que la evidencia científica ha demostrado que no sólo repercute favorablemente en la evolución y pronóstico de los pacientes a su cargo, sino también en su propio bienestar.
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