En la quinta edición del libro Supervision in the Helping Professions (“Supervisión en las profesiones de ayuda”), publicada en 2020, los autores, Peter Hawkins y Aisling McMahon, expertos en acompañar a equipos y formar en liderazgo, dedican un capítulo a las que consideran siete competencias básicas que los profesionales de la salud deben cultivar si quieren desarrollar un quehacer reflexivo. Son las siguientes:
Capacidad de aprender y desaprender
cada vez cobra más valor el aprendizaje en el que no se muestran teoría y práctica como compartimentos estancos. Así, los autores plantean que, a lo largo de su carrera, los profesionales aprenderán un 70 % de lo que emane de su práctica clínica, un 10 % en cursos de formación y un 20 % en los espacios de supervisión individual y/o grupal. Esta última, de hecho, es una herramienta muy valiosa para, precisamente, propiciar una reflexión constructiva sobre cómo procedemos. Además, si aprender es importante, también lo es poner en cuestión modos ya adquiridos de afrontar la realidad que puedan resultar caducos, por mucho que nos hayan sido útiles durante tiempo, y ser capaces de adaptarlos a nuevas necesidades o contextos.
Reflexión
No se trata de una actividad separada de la acción ni tampoco es una rutina de comprobación que emerja de la inseguridad. Al contrario, se trata de poder detenernos para percatarnos de lo que nos preocupa, analizar si hay patrones disfuncionales o círculos viciosos que se repiten, intentar valorar las situaciones desde otra perspectiva para, finalmente, proponer otros modos de afrontar los problemas. Es un ejercicio continuo de análisis y creación de nuevas oportunidades.
Aprendizaje “incorporado”
Junto a la anterior, esta competencia resalta la importancia de trabajar con atención plena no sólo en nuestros patrones mentales de aprehensión de la realidad sino en la respuesta corporal. Puesto que mente y cuerpo son una unidad indisoluble (“mente incorporada”), nuestra conducta profesional se manifestará tanto a nivel verbal como no verbal. De hecho, esta última llega al paciente de forma más inmediata a nivel emocional que el discurso explícito. De ahí la importancia de contactar con ella y de trabajar los aspectos que puedan hacer la comunicación mejor en este sentido.
Capacidad de relacionarse
Puesto que trabajamos con personas, será preciso desarrollar las competencias que facilitan la resonancia emocional (empatía y mentalización) y la compasión (hacer algo con respecto al sufrimiento del otro). Debe fomentarse un estilo de respuesta no reactivo a merced del torbellino emocional, sino proactivo y reflexivo.
Colaboración
La mayoría de los profesionales de la salud trabajamos en el seno de equipos. De ahí la importancia de desarrollar un clima de cooperación, en lugar de uno de competición. Es ilusorio pensar que se pueda actuar de forma autónoma pues ejercemos en entornos cada vez más complejos, donde existen interconexiones e interdependencia con elementos propios y ajenos al sistema en el que estamos inmersos.
Fomentar resiliencia
La resiliencia se define como la capacidad de sobreponerse a momentos críticos y adaptarse a las nuevas circunstancias que emergen tras una situación inusual e inesperada. Gracias a ella, tras un evento generador de estrés (“alostasis”), podemos volver al estado basal, a una suerte de “homeostasis emocional”. La resiliencia también está conectada con la atención plena pues gracias ella somos capaces de percatarnos de las señales de alarma (insomnio, ansiedad, conductas no saludables para gestionar el malestar) o de indicios de comenzar a estar emocionalmente exhaustos. Para fomentarlas, puede ser útil analizar de qué recursos internos y externos contamos para hacer frente a las adversidades y cómo fortalecerlos.
Tomar conciencia de las motivaciones inconscientes para ejercer
Más allá de las razones explícitas para dedicarse a una profesión del ámbito de la salud, puede haber motivaciones inconscientes de las que es preciso percatarse aunque no resulten evidentes a primera vista, ni siquiera para nosotros mismos. Bajo la voluntad de ayudar a otros pueden latir anhelos tan dispares como el deseo de poder o control sobre los demás, cubrir las propias carencias afectivas o el afán de notoriedad o de reconocimiento. No se trata de negar que existan, sino de reconocerlos para ver cuándo pueden interferir en la auténtica preocupación por acompañar al otro en su sufrimiento.
El cultivo de estas competencias debería desarrollarse en todas las profesiones dedicadas a la salud, comenzando desde el pregrado, reforzándose en el posgrado y seguir fomentándose tanto individual como institucionalmente a lo largo de toda la carrera profesional.
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